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de cuajo los dos brazos a Kikuyouki Akawama, deportista de 33 años afi-
cionado a ver pornografía dura en las redes. La velocidad del cyborg hizo
que Ayuki fuera vislumbrada como apenas un borrón por Hishu Kukayama,
que pudo mirar dentro de sus inertes ojos heterocrómicos cuando ella se
colocó frente a él y le aplastó la cabeza con ambas manos. ¿Acaso había
un atisbo de alma dentro de ellos? ¿Es posible que ese muñeco con las
manos cubiertas de sangre contuviera un ánima? ¿Qué clase de monstruo
había gestado aquella empresa en sus mazmorras? Antes de morir, Hishu
pensó en su madre.
Solo duró un instante.
— ¡Malditos imbéciles! — Gritó Satomi, golpeando la mesa con el puño.
Bajó la cabeza, dejando que el flequillo le colgase. — Habéis fallado en
vuestro trabajo. ¡Incompetentes! ¡Debería acabar con vosotros ahora mis-
mo!
— Señora… — Dijo el guardaespaldas más alto. — Háganos caso, por
favor. Tenemos que sacarla de aquí mientras quede tiempo…
— Nos llegan informes sobre la situación… está fuera de control. — Avi-
só el otro guardaespaldas. Revista PsicoEsfera
Satomi levantó la mirada. Jamás lo permitiría.
— No-pienso-abandonar-mi-¡casa! — Dijo lentamente y gritando. — No 49
lo permitiré. Y vosotros… ¡qué os pasa! ¡No sois capaces ni de detener a
una niña!
— Pe-pero ya ha matado a un destacamento entero... Los ha descuar-
tizado, mutilado con sus propias manos. Los guardias no son capaces de
detenerla… por favor, Señora, sea razonable y acompáñenos en el Cópte-
ro.
— ¡He dicho que no! Volved con los demás guardias, ¡cobardes! — Ru-
gió.
Los guardaespaldas salieron del despacho. Tras mirarse el uno al otro,
buscaron la salida más cercana.
Satomi, contrariada, pensó durante un instante. Manipuló un teclado ocul-
to bajo la mesa. La puerta de una cápsula oculta en la pared se abrió. No