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sus amigas. “¿Te atiborras a dorayakis, no es así?”, me dijo. Y añadió, “A
los hombres no les gustan gordas y grasientas, querida.”
Cuando me casé con Kenshiro, pensé que toda esa tensión desaparece-
ría. Que por fin había llegado el momento de ser libre junto a un hombre
amable y bueno. Pero no fue así. Al poco de casarnos y, gracias a fusionar
nuestras empresas, tuve acceso a gran cantidad de dinero e información.
En un arrebato de sospecha, envié a un investigador profesional a con-
seguir información sobre mí, sobre mi niñez. Quería resolver todas las
incógnitas, saber a qué se referían mis padres en sus cuchicheos a mis
espaldas, conocer el secreto que parecía esconderse como el moho tras
los armarios de un húmedo sótano.
Quizá habría sido mejor no hacerlo. No leer aquel informe. En él, se afir-
maba que Satomi Koiko no había sobrevivido a la epidemia de Viruela
Compleja Resistente del año 2100. La enfermedad había sacudido Japón,
matando a millones de personas. Como sabrás, en la actualidad no nacen
muchos niños. La contaminación, la destrucción paulatina de la capa de
ozono, la radiación producida por la exposición a metales raros… todo
este progreso tiene un precio. Por suerte para algunos, el progreso trajo
novedades en campos muy interesantes. Algunas personas inmensamente
ricas pudieron acceder a los procesos científicos de la clonación. ¿Quién
quería tener hijos para perpetuar su estirpe, si podía clonarse a sí misma
hasta el infinito? Naturalmente, los costos de la clonación son astronómi-
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cos, aún para magnates de la talla de los CEO de Zaibatsus. Pero no lo
eran para la Koiko. Mi “yo” del pasado dio paso a mi “yo” del presente.»
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La expresión de Satomi cambió de nuevo. Ahora mostraba completa tran-
quilidad mientras se sentaba de nuevo en la butaca de cuero rojo. Apoyó
su barbilla en la mano. Abrió los ojos, en los que chisporroteaba la locura,
torció la sonrisa y siguió hablando.
«Descubrir que soy un clon me llenó de tristeza, pero no por mucho tiem-
po. Al fin y al cabo, soy un clon original. No existe una primera copia de mí
misma. Aunque me sentí traicionada por mis padres, se me pasó cuando
envié un grupo de sicarios a traerme sus corazones metidos en un maletín
ejecutivo. Un final de cuento de hadas que me hizo sentir… muy poderosa.
¿Sabes? Kenshiro no era el hombre que nosotras creíamos. Como cual-
quier jefe de Zaibatsu, estaba corrompido por el poder, ansioso de nuevas
operaciones bursátiles, rodeado de un equipo de chupasangres condes-
cendientes que apuñalarían a su madre con tal de sacar algún rédito eco-
nómico. Él quería a una mujer dócil, esclava de sus deseos y que jamás se