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que le brindaba Ira, de parte de las Tierras Libres. Naturalmente, pensó,
esto debe tener un precio. Incluso para una entidad como Ayuki, las deci-
siones vitales debían ser difíciles de tomar. Pero ante las visiones narradas
por su madre, Ayuki tenía gran claridad de ideas. Sabía perfectamente lo
que debía hacer. Una gran sombra de ignorancia se había disipado de la
conciencia del Cyborg. Solo tenía que usar el obsequio de Irina Tereshko-
va. Salvar a Roma Eterna. Salvarlas a todas.
“Pero Irina” dijo al fin Ayuki. “Si acepto este regalo que me ofreces, dejaré
atrás los últimos restos de humanidad que me quedan. Liberarme de la
carga de la programación también me dejará a la deriva, en una nueva si-
tuación que no puedo prever. ¿Qué será de mi mente? ¿Continuaré siendo
yo o mi consciencia se transformará para siempre?”
Ira, sin dejar al bebé, suspiró.
“No lo sé, Ayuki. Es probable que tu alma cambie, así como tu inteligencia.
Todos tus conocimientos se expandirán hasta límites insospechados. Nue-
vas percepciones de todo el universo conocido. Lo que es seguro es que
crecerás. Te convertirás en algo nuevo, magnífico, más allá de las posibi-
lidades que limitan a los humanos.” Revista PsicoEsfera
Ira sonrió. “Ahora te dejo que decidas. Me ha gustado conocerte”. Su
imagen comenzaba a difuminarse cuando le dedicó un guiño al Cyborg.
“Quién sabe. Quizás algún día volvamos a encontrarnos” Su reflejo se
diluyó en la oscuridad de aquel espacio secreto en la consciencia de Ayu- 39
ki. Su avatar, iluminado por un reflejo fantasmal, quedó solitario en aquel
reducto de su mente. Abrió los ojos.
— Yo… me criaron para convertirme en una mujer objeto. Fui educada
para complacer a un hombre poderoso con el cual casarme y forjar una
alianza entre la empresa de mi familia y alguna otra. Crear así un Zaibatsu
enorme, más poderoso que ningún otro.
«Cuando tenía 16 años me di cuenta de que algo no cuadraba desde ha-
cía tiempo. No recordaba demasiado de mi niñez. Algunos flashes entre
tinieblas que debían dibujar un pasado en mi memoria. Mi propia madre
me miraba con recelo. Crecí en un ambiente enrarecido de sumisión, en el
cual, cualquier actitud fuera de lo establecido era castigada con severidad
por cuidadores a mi cargo. Mis padres, como nosotros mismos contigo,
no tuvieron mucho tiempo para cuidar de mí. Demasiado ocupados con el
Zaibatsu. Recuerdo que una vez mi madre se rió de mi aspecto delante de