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ineptitud de su guarda, cada noche se iba por ahí; era una sensación maravillo-
     Mikki Marlowe
               sa. Así comenzaron sus andanzas nocturnas, sus descubrimientos y algunos de
               sus problemas.


               Le gustaba pulular sigilosamente por las alturas de las grandes avenidas de la
               ciudad y alcanzar los puntos más altos y oscuros desde los que observar todo
               lo que ocurría por la noche; al final, por no estar todo el rato parado y mirando,
               se animó a descender de vez en cuando e intentar conseguir esos pequeños
               objetos que veía a la gente usar tan a menudo.


               Rebuscando bolsos despistados, bolsillos de beodos durmientes o cosas que
               sencillamente encontraba por ahí acabó reuniendo un pequeño alijo con pintala-
               bios, paquetes de cigarrillos, una pequeña caja de música, una caja de cerillas,
               un espejo y demás útiles de uso nocturno que guardaba enterrados en su jaula
               o dentro de algún tronco. Descender al nivel del suelo tuvo también sus incon-
               venientes. Se vio inmiscuido en peleas con perros callejeros y tuvo que sufrir
               encontronazos con borrachos despistados, pero nunca le importó; Siempre de-
               cía que todo aquello había merecido la pena.


               Siempre observaba desde cierta altura, lo que le dio la perspectiva del científico
               que analiza los quehaceres de ratones enjaulados y experimenta con su mente
               y su salud. Pero no por no poseer los mismos recursos técnicos que aquel, no se
               puede decir que no llegara a una suerte de conclusiones científicas. En ocasio-
               nes lanzaba cosas a la gente ebria, sobre todo piedrecitas o bayas, y aunque él
    Revista PsicoEsfera
               no comprendía el porqué, si esas personas estaban discutiendo, el simple hecho
               de generar a su alrededor una paranoia sin un origen claro, al no entenderla,
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               normalmente les confundía y hacía que se tranquilizaran y mirando desorienta-
               dos a la nada, acabaran por suavizar o incluso finalizar el conflicto.


               Esos barullos le parecían interesantes por las similitudes que observaba con el
               grupo de primates del que le separaran, cosa de la que no se percataba cuando
               salía de día a trabajar; le parecían otro tipo de humanos. De día, siempreca-
               minabanapresuradamente de un lado para otro, solos o en pequeños grupos,
               callados y con la mirada perdida; de noche, alterados, eufóricos y aleladosse
               reunían en grupo, rodeaban a las hembras, hablaban a voces y se peleaban. La
               noche le parecía más interesante que el día, más provechosa.


               En las últimas horasde la noche dormía o manoseaba sus tesoros para averi-
               guarqué eran y por qué las personas los usaban tanto, pero la mayoría le pa-
               recían tan inútiles como los palos que a menudo se lanzaban sus compañeros
               mutuamente.  Excepto la caja  de  música. Desde que  la encontrase entre las
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