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pertenencias de un vagabundo despistado intentaría no separarse de ella y por
las noches al volver de sus paseos siempre la hacía sonar un poco.
También había logrado hacerse con una navaja y afortunadamente hasta el
momento parecía no haber descubierto cómo abrirla, puesto que sus dedos,
aunque pequeños, eran demasiado gordos. Más adelante, llegado el momento,
le enseñaría dos cosas: A abrir esa navaja con los dientes y a que la llevara en-
cima siempre que pudiese.
De caer en las manos equivocadas, una criatura así de inteligente habría sido
rápidamente reclutada para pasar unas vacaciones en algún laboratorio o siendo
la atracción principal del circo, pedaleando encima de una bicicleta diminuta el
resto de sus días. Sin embargo Mikki intentaba ocultar todo lo que aprendía y
sencillamente seguía manejando su cámara entre eventuales chillidos y palme-
tazos al suelo. Desplegaba y desarrollaba su potencial por las noches.
Anduvo por todas partes e incluso presenció espectáculos al aire libre.
Pasaba el tiempo y a según qué ojos era difícil ocultar que ya no era el simio
que fue. Gestos y reacciones lo delataban, y finalmente empecé a asimilar que
algo estaba cambiando en él. Me propuse averiguar qué tan inteligentes podían
ser estas criaturas y descubrí el caso de Washoe, una chimpancé considerada Revista PsicoEsfera
“el primer ser vivo no humano en aprender a comunicarse mediante lengua de
signos”. Conocía más de trescientos signos e incluso enseñó algunos a su hijo
adoptivo Loulis. Habría apostado una mano a que Mikki podía aprender a comu-
nicarse también. Llegué a la conclusión obvia de que antes que aprender cosas 21
sobre él mediante electrodos y experimentos, sería más gratificante y divertido
que me las contara él mismo.
Empecé a estudiar un lenguaje de signos básico y busqué excusas para pasar
tiempo a solas con el primate. Iba al recinto a verlo aunque ya hubiese termina-
do nuestra jornada laboral y con permiso del amable guarda diurno lo sacaba de
la jaula y paseábamos un poco. Aprovechaba esos momentos para introducirle
en el mundillo de la comunicación por signos.
Aquel ser aprendía con una fluidez pasmosa, asimilando grandes dosis de in-
formación como una esponja. Para el resto del mundo seguía siendo ese alegre
simio de la plaza roja que chillaba asustado al oír el disparador de la cámara,
pero sin duda ni lo era ya, ni lo sería nunca más.
Sin darme cuenta pasó el tiempo y yo, joven artista que un día alucinara viendo
a aquel primate manejando torpemente los rudimentos de la fotografía analó-