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pañeros de celda, tan primario como ellos y
traicionero como ninguno. Engañaba y men-
tía sin mesura para conseguir lo que quería, y
eso interesó mucho a Mikki.
El nuevo guarda, un hombre corpulento y
grasiento llamado Leonid, pensaba
que al tratarse de un recinto seguro donde
únicamente había un puñado de animales na-
die se colaría a curiosear, nadie le molestaría
y que las criaturas enjauladas, bueno, ¿Qué
podrían hacer? Así, su trabajo sencillamen-
te se redujo a comprobar cada nochesi todas
las jaulas estaban bien cerradas. El resto del
tiempo lo pasaba encerrado en su garita to-
mándose no pocas libertades nocturnas como
llevar invitados, organizar timbas o beber a
solas sin prestar la más mínima atención a lo
que ocurría en las jaulas, a diferencia del an-
terior guarda, que paseaba de vez en cuando
por todo el parque.
Él nunca lo supo, pero mientras caminaba por Revista PsicoEsfera
la senda de la autodestrucción, Mikki se dedi-
caba a cavar un pequeño hoyo que se iniciaba
bajo un matorral que había dentro de su jaula
e iba a parar detrás de la misma, a un punto
externo donde había unos matojos, argucia 19
minera que en una de sus salidas diurnas al
trabajo observó llevar a cabo a un pequeño
perro junto a la valla de su patio.
En unos días tuvo listo su pequeña e incómo-
da obra, que aunque no digna de un experto
en fugas, sí era eficaz, y quién iba a suponer
que un chimpancé habría podido cavar un tú-
nel y más aún si no era para escapar definiti-
vamente. Al fin y al cabo, ¿a dónde iba a ir?
Si cualquiera de sus compañeros hubiera te-
nido ese recurso a mano habrían escapado
ligeros y como pollos sin cabeza, acabando
apaleados por algún anciano o atropellados
por un autobús. Mikki sin embargo eligió ocul-
tar su túnel y amparado en las sombras, en
su pelaje oscuro, su compacto tamaño y en la