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otro; de hecho llegaría un punto en que para comunicarnos no usábamos ya
apenas signos. Por su parte, Mikki llegó a entenderme casi a la perfección, y por
ende entendía la mayoría de palabras que oía decir a cualquier persona.
Un día me dijo que aunque le gustaba pasear por las noches, a la vuelta se
sentía solo. Durante todo el tiempo que pasaba en su jaula, lo único que po-
día hacer era ver disfrutar a sus compañeros, peleándose, arrojándose cosas,
intentando pillar cacho y balanceándose imprudentemente en los columpios.
No era algo que a él le atrajese especialmente, pero desde luego sentía que tal
cual estaban las cosas, ellos parecían más felices que él. Me dijo que quería ir
conmigo donde yo viviera. No le importaba que fuese un sitio pequeño, que ya
se las apañaría.Más allá de ciertas trampas burocráticas e interminables días de
trámites, no me fue difícil conseguir una licencia para que viviese conmigo. Tuve
que realizar algunos cursos sobre cuidados de animales exóticos y todo estaría
listo; Mikkiabandonó el zoo y se mudó a vivir conmigo.
Días más tarde nos enteramos de que un amigo de Leonid, el guarda nocturno,
le había apuñalado en una pequeña reyerta originada en su garita y le había
robado el dinero y algún que otro objeto personal.
La convivencia con aquel mono iba viento en popay el trabajo en la Plaza Roja
no iba mal; Mikki no había perdido ni un ápice de ese encanto que cautivaba
a todos los turistas. Sin embargo un día todo cambió. Recibí la llamada de un
hombre para el que había trabajado hacía tiempo. Dijo que tenía algo entre
manos y que volvería a contactar conmigo; sin esperar respuesta, se despidió y
colgó. Lo recuerdo como un hombre pendenciero y algo violento, pero empático
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y dulce al mismo tiempo. Antiguamente había sido policía y en varias ocasiones
me reclutó para conseguir fotos para él. Desconozco sus razones pero el caso es
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que dejó el cuerpo (o lo echaron, nunca lo supe) y ya no volví a tener noticias