Un relato de Benjamin Kosmo
El insecto se detuvo cuando se encendió la luz. Petrificado durante un instante, cegado, miró hacia atrás usando la visión periférica que le permitían sus ojos compuestos.
Su condición de hembra seleccionada de la especie le había dotado de un alto coeficiente intelectual que, comparado con la inteligencia humana podría decirse superior a los 200 puntos. Sin embargo, su carencia de alas la relegaba a una existencia rastrera, deslizándose silenciosamente por los rincones y alimentándose de materia orgánica en descomposición.
Portaba en su abdomen una cápsula grisácea con unos cincuenta huevos, su próxima puesta que, junto a la de sus compañeras, iba a ser depositada entre los huevos y grietas de las paredes. Serían la generación de insectos que se repartirían la Tierra junto a la mosca de la fruta, tras el holocausto nuclear inminente.
Detecto que el peligro pasaba gracias los pelos, sensibles a las vibraciones, que poblaban sus patas. Avanzó entonces por la estancia hasta un rincón húmedo. Mientras se lamía lentamente las antenas, reflexionó: llevaba tres semanas sin beber agua y hacía poco había estado luchando por su territorio con otra cucaracha hembra. Quería apropiarse de la grieta que ocupaba en el interior del muro, situado en el portal del edificio en el cual había vivido su vida de cinco meses.
No le gustaba alejarse de ella, solo para poner los huevos fuera de su propio alcance, pues en alguna ocasión, su vista le había engañado, induciéndole confusión y comiéndose a sus propias y grasientas crías en la oscuridad.
De pronto, una fuerte sacudida le hizo salir corriendo. Aterrorizada por la luz que había vuelto, corrió desesperada a toda velocidad, siguiendo la línea de la junta de la pared con el suelo.
Antes de poder escapar, sintió una sombra gigantesca se le venía encima. Luego, una enorme presión produjo un chasquido explosivo en su cuerpo, una explosión viscosa.
La luz se apagó para el blastodeo. Sin embargo, con la cabeza totalmente aplastada, siguió agitándose descontroladamente hasta conseguir ponerse a salvo, cayendo por un ducto de desagüe cercano a su grieta del muro.
La mayor parte de su cerebro, ligado a su sistema nervioso, seguía intacto. Había perdido el saco de huevos y tenía un extraño sabor de boca. Sus ojos, mandíbulas y exoesqueleto frontal se habían convertido en un revuelto oleaginoso que arrastraba tras sí, dejando un gelatinoso reguero.
El dolor era terrible, inhumano. Su única opción era esperar la muerte por inanición durante unas dos semanas. Ella lo sabía. “Bien, esto va a ser largo”
Ahora, su agonía quizá se viera acortada, pues ya podía sentir a sus congéneres olisqueando el aire, notando cómo sus fluidos se convertían en atractivo alimento para ellos. Percibió cómo se aproximaba la cucaracha enemiga, la cual, sin duda, la devoraría sin piedad aún con vida. “Esta es la parte difícil”, pensó.