Un relato de Andreas Lemuel con ilustraciones de Álex Donks
Benedetti y Lambert caminaban patizambos por encima del bordillo de la acera de una urbe congestionada de personas y abarrotada del gas toxico, que millares no, millones de vehículos emitían sin descanso a lo largo del día, llenando las horas con un espeso humo de cigarrillos incandescentes que pululaban como luciérnagas en la noche.
Benedetti fumaba uno de aquellos cigarros pululantes, alargado y fino como los que fuman las madamas que esperan en las esquinas el vehículo tóxico de un cliente ansioso. Lambert jugaba con el humo denso de un puro a medio fumar, que algún personaje eminente había lanzado a aquella misma acera, por la que ahora desfilaban los cuerpos tristes de estos personajes.
Los transeúntes, ávidos de sus rutinas, apenas eran capaces de percibir el singular movimiento pendular con el que esta extraña pareja sacudía sus cuerpos. Aquel movimiento hipnótico para cualquier otro observador atento, era fruto del juego de píes con el que parecían sobrevolar el bordillo gris de la acera. Lambert, más alto y delgado, con unas piernas extremadamente largas, efecto este producido por unos pantalones subidos hasta las mismas axilas malolientes del susodicho, se mostraba torpe y parecía que iba a perder el equilibrio en cualquier momento. Benedetti, generoso en panza y posaderas conseguía lograr mantenerse sobre el bordillo como si caminara por una nube suave, amplia y blanca.
El autor se muestra incapaz de demostrar y describir el lugar hacia el que aquellos hombres se dirigían. Quizá, muy probablemente, esto se deba a que ni el ingenioso Lambert ni el testarudo Benedetti sabían dónde iban, ni seguramente qué hacían. Se limitaban a llevar a cabo las reglas de un sencillo juego, en parte imaginativo y en parte físico, y en una pequeña parte, también moral. Las reglas de un pequeño juego de clowns inocentes –como las de cualquier otro juego- se muestran absurdas, ilógicas e irracionales bajo los ojos de las férreas reglas que rigen el mundo cotidiano. Peatones, conductores e incluso algún cuervo demasiado listo eran incapaces de entender, y por ello de ver, este juego arbitrario e infantil, como son los mejores juegos, en el que participaban Benedetti y Lambert. El objetivo era simple y llanamente mantenerse de píe sobre el bordillo, no siempre regular de las aceras de la ciudad. Los pasos de cebra eran un obstáculo y los cigarros y demás cosas fumables del suelo eran su premio, su vida, sus metas. Como frutos caídos del árbol de una metrópoli infectada.
Lambert y Benedetti no recordaban cuándo empezó el juego, ni tampoco que alguna regla determinase el final. Así que tambaleándose y con las gargantas gratificadas por el alquitrán de los pitillos recogidos del suelo, deambulaban por los bordillos de las aceras hasta encontrar un paso de cebra que les hiciese dar media vuelta, y continuar con su ajeno espectáculo de equilibrios y malabarismos alucinantes en cualquier otra sucia acera de este circo.