Un relato de Sabedile con ilustraciones de Krom Monk
Como toda niña buena, con su cesta y su delantal, atravesaba el espeso bosque hasta la casa de su
abuelita. Todos los meses seguía el mismo camino con sus zapatos de charol y al escuchar su
repiqueteo los conejos se escabullían, las aves alzaban el vuelo y las hormigas buscaban refugio
bajo el cobijo de la tierra.
La casa de su abuelita se encontraba en un claro, más allá de un roble viejo y desnudo. Sus vallas
eran del color del hueso, su puerta como el del hollín y de la chimenea siempre salía humo. Era un
hogar cálido y acogedor, tan lleno de vida que se podía sentir la respiración de las vigas y el latido
de todas sus tejas. Pero en nada se comparaba a su anfitriona, más vivaz que cualquier otra.
—Abuelita, abuelita, qué brazos más grandes tienes —le decía, siempre que la abrazaba.
Pasaban juntas un rato frente al fuego, la abuela en su mecedora y ella acunada en su regazo,
contándole secretos al oído. Así se quedaban hasta que la luna aparecía por la ventana, asomándose
brillante tras las cortinas de encaje.
—Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes —le decía, cuando la miraba embelesada.
Después les entraba hambre. Ella ponía el mantel blanco sobre la mesa y sacaba de su cesta un
pastel; hecho de rojo, por supuesto. Lo devoraban sin reparos, desgarrándolos vorazmente con las
manos. Con cuidado de no atragantarse, bebían y bebían.
Pero esta vez, cuando la niña buena llenó su copa, tan roja como era, vio en ella su reflejo.
—Abuelita, abuelita, qué dientes más grandes tengo