Un relato de R.P Sephiroth con ilustraciones de Álex Donks
Sevilla. Calor abrasador. Conduzco un camión mientras escucho Souljacker de Eels a un volumen considerable. No tengo ni puta idea de lo que hago, ni de lo que voy a hacer; lo voy descubriendo sobre la marcha. En el asiento del copiloto llevo dos sacos de cocaína. 50 kilos cada uno. Sin cortar, blanca y pura como la nieve. Sé que puedo meterme un par de rayas si quiero, pero no toda. No es para mí.
Cuelo el pulgar por la abertura de uno de los sacos, sale impregnado de polvo blanco. Me lo llevo a la nariz e inspiro con fuerza. Tampoco siento gran cosa. Ya voy a tope con mi camión y con mi música, no necesito esta mierda.
Ahí va un coche de policía. Lo embisto. De todas formas, haga lo que haga van a ir a por mí, así que lo mismo da. Recorro la ciudad en plan kamikaze hasta llegar a mi destino: Isla Mágica.
Una vez cruzo el puente de la Barqueta, doy la vuelta y paro el camión con el remolque apuntando hacia la puerta del parque. Subo aún más el volumen de la música para poder oírla desde fuera y trepo a lo alto del camión con los sacos de coca. Desde arriba veo mi preciado cargamento. Cangrejos vivos. Enormes, descomunales, con tenazas tan grandes que si me atraparan con ellas me harían sentir como un feto durante un aborto. No sé si son obra de la naturaleza o de algún científico chiflado, pero ahí están, y son para mí.
Espolvoreo la cocaína encima de los cangrejos, como si de azúcar glas se tratara. Se encabronan. Agitan sus tenazas, deseando destrozar algo con ellas. Golpean frenéticos las láminas de metal que los separan de la libertad. Ya están listos. Yo estoy listo. Todo está listo. Sólo me queda una cosa más por hacer.
Bajo del camión y abro las puertas del remolque, dejando salir una marabunta de cangrejos mutantes con mala leche. Sé que lo primero que buscarán será agua para limpiarse la mierda blanca que les he echado encima. El estanque de Isla Mágica, por ejemplo. Después, causarán estragos y atacarán a todo lo que se mueva.
No me atrevo a asomarme al interior del parque, pero desde fuera puedo oír unos gritos desgarradores. Hombres, mujeres y niños. Familias enteras que pasaban el día felizmente sin imaginar que un hijo de puta como yo les fuera a echar encima esta pesadilla crustácea. El espectáculo tiene que ser dantesco. Me lo imagino todo, con pelos y señales, pero no puedo parar de reír. No puedo.
Tal vez algún superviviente consiga escapar y busque venganza. Tal vez los cangrejos se queden sin víctimas y salgan por donde han entrado para continuar con su destructiva labor, encontrándome a mí. Tal vez llegue la policía y, muy
comprensiblemente, me abatan a tiros, dejando mi cuerpo como un colador. No importa. Me río tanto que me quedo sin fuerzas y me tiro al suelo para revolcarme, aporreando el ardiente asfalto con mis puños.
A través del cristal blindado, los científicos me ven revolcándome en la camilla. Se dedican unos a otros miradas de felicitación. No oyen la música; la sala está insonorizada. Tampoco han visto a los cangrejos. Eso es para mí, sólo para mí. Pero aún así están satisfechos, y yo también. He sobrevivido, he alucinado y encima me embolsaré 5000 euros. Puede que con el dinero les compre un poco de esta mierda para mi uso personal, ya que todavía no está en las calles y creo que la voy a echar de menos. La llaman HF, en referencia al ácido fluorhídrico, el más corrosivo del mundo. Y le pega. ¡Joder, que si le pega!